La tarde ha pasado silenciosa. Volver a casa cuando las nenas no están me recuerda a mis años de bachiller. DeberÃa respirar profundo y agradecer todo este silencio, y en cambio experimento las patas de un elefante prensándome el tórax. Hay tanto vacÃo en esta habitación, no habÃa reparado ni en eso. Su nula decoración, su parco amueblado. Antes fumaba para controlar la ansiedad. Me he soñado tratando de convencer peces gordos, entre ataques repentinos de tics, que me deforman cada cuatro segundos el rostro. Es una locura, es lo más cercano a una pesadilla. Y ahora definitivamente no habÃa posibilidad de que aquello llegara a suceder.
La primera ola de despidos se efectuó durante una semana y puso a todos nerviosos; recuperábamos la calma y aflojábamos tensiones con malos chistes de oficina y café cargado. SabÃamos que tarde o temprano pasarÃa, porque era lo que estaba sucediendo desde hace ya tres años, pero uno siempre piensa en las revoluciones, nuevos regÃmenes y tragedias económicas en lugares importantes, lugares donde se vuelve noticia y el mundo cuchichea que es una señal alarmante de ese mal que en un futuro, lejano, muy lejano, nos tocará a todos. Asà que cuando llegó la segunda ola de despidos, nadie lo esperaba, no tan pronto.
RecorrÃamos nuestros cubÃculos sorteando los nuevos equipos bio-cuánticos y las cajas de accesorios de almacenamiento y comunicaciones que nos suplantarÃan. Qué ganas de patear todo su increÃble e innovador formato. No obstante, éramos seres maduros a la altura de las circunstancias, dignos, profesionales, emprendedores… y terriblemente obsoletos.
Una cosa era cierta, no nos volvimos noticia; era la actualidad, la vida misma, lo que se venÃa anunciando desde hace una década por expertos en mesas de debate y foros universitarios. Solo la gente ridÃcula se ponÃa a protestar y quejarse en las redes, porque ¿quién con más de media neurona rechazarÃa los frutos del progreso? Llegaban grandes acontecimientos, llegaba el tan ansiado sistema económico ecológico y sustentable. Me dolÃa admitir que mi sarcasmo no era tal, que yo creÃa en todo ello. Pero me habÃa quedado sin empleo, una tragedia personal para compartir, el mejor de los métodos para la salud mental resulta en compartir un testimonio.
¿Qué haré en tanto se termina de armar el paraÃso?
Escucho a la niñera entrar.
—Ah, señora, salió temprano hoy —trae a Daniela en brazos y a Nico de la mano.
—No es eso, lo que pasa es que mi empresa se volvió autómata.
Su rostro cambia. No es por mà que se ha puesto seria, sabe lo que aquello significa.
—Ha pensado en alguna otra empresa.
—Es difÃcil, comenzaré desde mañana a enviar el curriculum para ver si algo cae. Llevaba 10 años en Intra asà que recibiré el apoyo gubernamental y un jugoso finiquito, no te preocupes, te pago lo de la semana. Y te aviso si encuentro algo.
Recibo sus condolencias como si estuviera en fase terminal. No es para menos, la gente embarnece, se enferma, comienza a perder el juicio, las ojeras, el colesterol, recaen en vicios que creÃan superados o intensifican los que creÃan regular. Yo quiero fumar.
Me deja a las nenas y se marcha. A ellas no les explico nada. No lo necesitan ni les interesa. Asuntos de mamá.
Nico iniciará clases el mes que entra. Lleva las gafas mal puestas y se me queda viendo estrábico, con la boca entreabierta.
Solo un fin de semana tardé en mandar solicitudes de empleo a toda empresa de la metrópoli, sin filtros en cuanto a horarios, salarios o derechos laborales, y sigo en la espera de una respuesta. El mucho tiempo libre lo intenté desperdigar en entretenimiento, y un desproporcionado cúmulo de ansiedad me arremetÃa en la noche, entonces emprendÃa un deambular interminable por toda la casa, y el silencio evidenciaba la resonancia de las habitaciones casi vacÃas. De pronto la nena lloraba y la amamantaba hasta la saciedad y eso me hacÃa dormitar, o si no era el hambre, podÃa montarla en brazos y me acompañaba en mi desasosegado ir y venir, arrullándola.
Decidà emprender una jornada exhaustiva de quehaceres desde el amanecer hasta el anochecer: limpia, barre, lava, cocina básica, ordena y reordena. Me llevaba todo el dÃa lograr de esquina a esquina un dulce hogar. Luego ya no tenÃa más que reiniciar las actividades el siguiente dÃa, pero racionalizándolo; en realidad ya no quedaba más que mover o lustrar. Luego las nenas no hacÃan gran caos, ¿por qué? ¿por qué? —me preguntaba preocupada —¿estarán bien? Entonces las llevé al centro médico a una revisión general. La doctora volcó un interrogatorio sobre mÃ, sobre mi vida. Yo me negaba a categorizarme como desempleada porque me caÃa como una lápida irremediable, y lo mÃo era temporal. La receta también fue para mÃ, displicente me recetó unos ansiolÃticos y a manera de confidencia mencionó que habÃan abierto el primer consultorio piloto con una I.A. a cargo; tenÃa aparatos biométricos que el propio paciente podÃa calarse con ayuda de repetitivos ejemplos visuales. Muy intuitivo todo.
Al tepezcuintle lo descubrà una medianoche en que tuve a bien intercalar los ansiolÃticos con cigarrillos. En la orilla derecha del jardÃn se alza un zapote antiquÃsimo, y fue en su pie que lo encontré, furtivo merodeaba el área. Creà que era un gato obeso, luego al acercarme se volvió indescifrable. Una rata colosal, pensé. Sin embargo no hubo amenaza de ningún tipo, ni contra mÃ, ni en contra de ella. A decir verdad, sentà una especie de empatÃa con el animal, que parecÃa más manso que un cachorrito. La nombré Lechón. Y aunque no desentonaba mucho con su complexión, el nombre me vino debido a su desfachatado comportamiento.
Me refiero en especÃfico a que acudÃa todas las noches a mamar de mis senos. La primera vez yo dormitaba como de costumbre sobre mi cama, y no lo vi, pero lo sentÃ; un olfateo húmedo que me hacÃa cosquillas, luego el encuentro de su boca con mi pezón. Giré el pescuezo para confirmar que Daniela seguÃa sana y salva a mi lado. Profundamente dormida. Al otro lado estaba el tepezcuintle, apoyado con las patas delanteras al margen del colchón. Los ojos negros refulgentes como canicas de obsidiana. El tierno cuchicheo de la succión. EstarÃa muy enervada en aquel momento para haberlo tomado con la más impasible naturalidad.
Luego se volvió rutinario. Hasta lo saludaba «Hola, Lechón ¿qué tal tu dÃa?» y nos mirábamos sin parpadeos. TenÃa la tentación de pasarle los dedos por entre su satinado pelaje marrón, pero me preocupaba alterarlo y que me hiciera daño. Al dÃa siguiente, si no es que antes me despertara la nena en la madrugada, me frotaba un paño húmedo en la teta afectada.
Intuyendo sÃntomas de depresión comencé a asistir a unos cursos en el parque para fabricar tu propio desodorante natural. Entre los asistentes habÃa una joven que se ganaba la simpatÃa de los asistentes con su centelleante humor y una especie de don que tenÃa para la música. Al terminar el curso, probablemente después de un mes, se habÃa ganado mi confianza y le invité una cerveza. No fue para nada difÃcil contarle sobre el tepezcuintle. Fue reconfortante escucharla reÃr. Bromeamos al respecto y luego nos perdimos en divagaciones y anécdotas estrafalarias. Al final, incluso tras despedirnos, se le vino una interesante idea, me dijo «…¿y que tal si lo grabas en video, con uno de esos filtros nocturnos, ya sabes, y lo subes a freaks donde te dan un buen billete si alcanzas cierto número de audiencia? piénsalo.»
Asà sucedió, y el éxito fue contundente. También grabé algunos tutoriales sobre cómo hacer desodorantes caseros, pero no obtuvieron mejor respuesta. Quizá si lograba domesticar al tepezcuintle podrÃa obtener tomas asombrosas: Daniela monta a Lechón, Lechón con sueter, Lechón comiendo a la mesa, Paseando con Lechón. Posibilidades infinitas... La estrategia era simple y el primer paso consistÃa en acariciar a Lechón.
Esperé el momento. La oscuridad arreciaba. HacÃa un calor selvático que fastidiaba mi intento de postura en reposo. Lo veÃa de reojo acercarse. La fragancia a bebé se mezclaba con la de tierra recién horadada y pulpa de mamey. Comenzó a succionar. Deslice pausadamente el brazo que ventajosamente habÃa colocado sobre mi frente. MilÃmetro a milÃmetro mis dedos erizados buscaban infiltrarse en su pelaje. No sabÃa si contener la respiración para no asustarlo o, si al contrario, aquello me delatarÃa como una suerte de depredador. Respirar tranquilamente no era posible de todos modos, el corazón resonaba como un gong… apenas lo toqué salió disparado a su escondrijo.
Quise volver a intentarlo, pero jamás regresó. Es cierto que seguÃa escudriñando la vegetación de mi jardÃn, pero se negaba a traspasar el umbral de la casa. Con una distancia sólida nos mirábamos decepcionadas; yo, en todo caso. Me alcanzó para unos cuantos clips de aficionada, de voyerista apasionada por la fauna salvaje.
Cuando decidà cambiar mis puntos por dinero real, me apareció un aviso:
Estimado usuario, a partir del 10 de octubre nuestro sistema de puntos se integra al sistema económico nacional, ya no será posible ni necesario intercambiarlos por moneda alguna.
Oh, esbirro, el futuro habÃa llegado.