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Interferencia





El cuento trata de Ek Balam. La mayor parte del tiempo él explica lo que su nombre significa: Jaguar negro. ¿Pantera? Decidí que no eran convenientes tales referencias. No, no es silencioso, ni peligroso, ni majestuoso, ni fiero. Pero por lo menos hay algo en él de tropical. Está comprometido. La chica se ve joven pero no lo es; es de ese tipo de personas que se modifican para conservar la juventud intacta, o vivir para siempre, quién sabe. Hasta su olor corporal es a nuevo.

Ahora bien, Ek la ama demasiado y ella parece corresponderle, es decir, aceptó unir su vida a la suya. Y en verdad que se esmera por hacerlo sentir amado. Él es todo para ella y ella podría ser todo para él si no fuera por la comida. Él adora comer, y lo hace sin culpas, pues su metabolismo es tremendamente eficiente. Ella por el contrario casi no come nada. El problema es que sus metananobots han comenzado a fallar, y por más que se ejercite a diario y viaje por la ciudad entera en bicicleta, no deja de engrosar.

En unos días festejarán el inicio de su relación, los detalles no son significativos: se conocen por un amigo que en aquel entonces era novio a distancia de ella, cuando ella todavía vivía en Lusiana. La amistad concluyó en unos meses tras llegar a nuestras tierras.

Ek piensa en un obsequio desmesurado, por ser este el último que dará en concubinato. El miércoles al acudir por su dosis mensual de hachís en el mercado de la calzada, se detiene en el puesto de animales exóticos. La mayoría no parecen realmente exóticos, se ven tristes, débiles, exhaustos, desnutridos, con islotes de calvicie aquí y allá. Bueno, bueno, las hibridaciones nunca han sido tan excéntricas como a veces se cree.

Hay un pajarito no tan jodido como sí su jaula. De plumaje azul marino con dos parches azabache, uno grande en el pecho, y otro pequeño en la cresta. Salta sobre su barita en el reducido espacio. Un brinco y mira a derecha, otro más y voltea a izquierda. Los ojos abiertos color carmín están apagados, sin vida. Pafia, es decir, ella, la prometida, se había alterado el iris para aparentar este mismo color. Las ventajas reales incluían una ampliación a la gama de colores percibidos. Tal vez fue eso lo que le inspira ahora a la compra, ya que el ave seguramente tiene la vista seca.

¿Se pregunta si ella tenía inclinación por las mascotas? era cierto que Pafia se arrodillaba a acariciar cachorritos, pero en todo el tiempo que llevaban juntos jamás le había conocido uno. Ni siquiera una tortuga o un pez miniatura.

La mercader huele su interés y se lanza a la venta. Es una creatura vieja y enorme de busto desproporcionado. El maquillaje excesivo la hace ver más espantosa, como sacada de un cuento de los Grimm. Sin embargo, es muy agradable; sí, quizá demasiado tosca con las palabras, pero abierta y de temperamento liviano.

—¿Qué dice joven, le interesa el pajarito? —y ríe acaloradamente, con un rojo elevado en el cutis, muy por encima de su asoleado ardor natural. —Es una diglosa desenmascarada, la especie prima viene de Sudamérica. Y pues la conseguimos de un genetista antisocial yendo para Tapalpa. ¿Te la llevas o qué?

—¿Hace algo o es solo de ornato? la verdad se me figura ciega.

—Pequeñas consecuencias de su intervención, nada más. Es medio de ornato, sí… pero quién sabe, ese señor siempre nos ofrece cosas interesantes, medio locas. Le gusta el tema cerebral.

—¿Así que podría tener el comportamiento de un murciélago, por decir algo?

—Sí, puede.

—¿Qué come?

—Fruta. Si me lo compras te regalo el nido.

—Bien, trato. Y también me llevo una jaula grande, de esa que tiene ahí, con barrotes pegaditos.


No vive lejos de ahí, así que camina a casa.

Al pasar por la estación del tranvía observa a una mujer sola, aguardando. Está a punto de soltar el llanto, la colma una angustia implacable, sus miradas se cruzan, Ek queda conmovido, traspasado, aniquilado por empatía. Además encuentra un rastro casi imperceptible de Pafia en aquellos ojos entrecerrados; en los parpados, en las cejas, en las finas líneas que surcan desde las aletas de la nariz hasta las comisuras de los labios. Ek sigue su camino un tanto perplejo. Luego se le ocurre que debe acompañarla en su pena. Así que se coloca de frente a la marquesina publicitaria que los separa; justo del otro lado donde ella está recargada. Mira el espacio en blanco del anuncio sobre la importancia del juego para los niños, piensa qué es lo que podría decir.

Al fin dice en un tono muy bajo: No te preocupes, todo estará bien. Y se queda en suspenso, especulando. Le lleva bastante despegar la frente del plástico que protege el cartel, y cuando lo hace, prefiere no revisar si continúa ella allí, detrás. No se escucha nada, ni su respiración. Levanta la jaula y el nido se desbarata en su interior, soltando musgos y pastos secos, plumas, ramitas y un montón de partículas grises. No mira atrás en busca de botas que se dejen ver por debajo, está comprometido.

Ya en casa, lo recibe su gato, animoso de capturar al curioso bicho. Ek lo pone bajo resguardo en su habitación, a puerta cerrada; también le deja algunas uvas y una tuna. Prepara la comida, llega su hija de visita, se mete a su cuarto molesta, comen, discuten sobre las decisiones de la madre de su hija, trabaja en silencio, ve algunas fotos de Pafia y le da unas caladas a su pipa en la azotea. Entra a su habitación y se queda mirando al ave. Mueve la cabecita de un lado a otro sin parar. Quizá detecte su presencia. Olfatea un aroma vegetal que no le deja pensar nada más que en ella, en Pafia. Se tira en la cama. El ave de repente cancela su desesperada agitación.

Él piensa en Pafia, piensa: No dejo de pensar en ti.

Tras unos segundos, una voz femenina suena en su cabeza: Qué lindo, yo también he estado pensando mucho en ti.

—Wow, nunca me había pasado esto.

—Ni a mí, estaba casi dormida y te escuché. ¿Cómo lo haces?

—No, espera, debe ser por el hachís.

—¿Fumas? Mira, no sé, pero yo estoy limpia y te oigo.

—Lo siento amor, es que el trabajo me está matando y mi hija se peleó con su madre otra vez.

—¡Amor!... me encanta, dímelo de nuevo.

—Amor… amor, te tengo un regalo… espera un segundo; es tu regalo, ¡tu regalo es el que está haciendo esto!

—¿Mi regalo? ¿Qué es?

—No te voy a decir, pero te aseguro que te va a gustar mucho.

—Anda, dime.

—No, vas a tener que esperar.

—Está bien. Oye, eres muy guapo ¿sabes?... me gusta tu mirada.

—Y a mí la tuya, la veo en todas partes.

—Podrías venir a verme al trabajo —la diglosa silba y da brinquitos, la comunicación cesa pero ella sigue pensando. —Mi estética está por Independencia y Aguafría.

Piensan y piensan sin respuesta por unos minutos hasta caer dormidos. Ek no tiene forma de ver a Pafia porque Pafia trabaja en un espectáculo de acróbatas circenses sobrehumanos actualmente en gira por el país. Así que toma esos últimos pensamientos como broma.

A la mañana siguiente se levanta entusiasmado, supone que la droga anoche le causó alucinaciones auditivas. Ese deseo que lo hace descubrir mejores maneras de complacerse. Aunque para ser sinceros, cuando ve al pájaro le da un poco de miedo, solo un poco; se encuentra despierto, brincando. Se dice no volver a fumar hasta… no concreta la condicional.

Se topan ese mismo día en la estación de tranvía, el auto de Ek estaba en el taller ¿debemos creer que este será el punto coyuntural de sus vidas? Ella lo cree así y se decide a hablarle. Aún no está segura de lo de anoche, pudiera ser mera locura, por lo que omite una postura más íntima. Holaquiéneresmiestéticaquedaaunascuadrasporallá… A Ek la mujer le resulta simpática y la reconoce del otro día. Puede apreciar mejor aquellos rasgos fuertes que le recordaban a su prometida. Por alguna razón la siente más real. Podría ser porque no lleva el cabello teñido, ni los ojos modificados, aunque claro, el busto y los senos sí, pero ¿quién no se modifica el busto y los senos hoy en día?

Ella habla sin parar, no tanto por soltura como sí por nerviosismo. Se despiden y la rutina se despliega nuevamente a sus pies, como alfombra.

Ek, Ek, Ek —lo llama, pero Ek no ha llegado.

Ek, Ek, Ek —y nada, Ek cayó rendido al llegar.

La noche siguiente lo contacta. Ek le contesta sin quitar los ojos del pájaro, que está quieto, ¿cómo saber si duerme un pájaro ciego? Ella tampoco sabe. Le da pena que haya escuchado eso.

—Amor, quisiera saber a qué le temes —pregunta Ek.

—Sí, amor, ¿a qué le temó? pues le temo a muchas cosas, a veces me he encerrado horas enteras tratando de disimular mi enorme mandíbula, como todo el mundo le temo a la soledad… pero lo que más me aterra son las profundidades, no quisiera contarte de la operación más importante de mi vida, que también fue la decisión más importante de mi vida.

—¿Por qué?

—Porque temo que aún no sepas lo que soy.

—¿Lo que eres? ¿un pollo disfrazado?

Ríe —Sí, algo así.

Pasan de bromas y juegos, a palabras serias, y de palabras serias a urgencias del cuerpo.

—Dime lo que más te gusta de mí.

—Tus ojos —piensa ella —tu cabello canoso y salvaje, me encantan los jóvenes que envejecen pronto, me encantan tus brazos torneados y fuertes.

—A mí me encanta tu culo macizo y masivo, cuando nos casemos quiero que me abofetees para siempre con él y besarlo cada que lo vea.

—¿Te quieres casar conmigo?

—Ahora más que nunca, siento que este pajarito nos ha conectado más de lo que…debo pensar otra cosa, es que, nunca me sentí más deseoso, es como si hubiera despertado, y la tengo dura como hace mucho no…

Se dan placer en sus respectivas camas, repitiendo palabras dulces como si de envestidas se tratase. Los interrumpe el silbido de la diglosa, que ya brincotea alegre en su jaula, apagando todo pensamiento. La madrugada está por terminar y duermen lo que pueden.


Es de día y Ek decide cortarse el cabello en la estética de la mujer de la estación de tranvía. Ambos se muestran de fabuloso humor y ojerosos.

—¡Alguien tuvo una gran noche! —suelta su compañero y todos ríen.

Las manos de la mujer se deslizan por entre los cabellos de Ek, sus uñas rosan su cuero cabelludo, el frío acero de las tijeras apenas toca lo más sensible de sus orejas y nuca. Ella no dice nada, peina y corta, de momento gira en torno a su cuerpo, buscando el mejor ángulo, le acerca los pechos tiesos a la cara. Luego busca el pulverizador en el cajón de abajo, levanta el rabo y lo mantiene alzado. Un trasero abultado, atrapado en unos jeans desgastados a propósito, que le niegan su natural descenso. Aunque sin los pantalones sería exactamente igual. Ek no parpadea, no desvía ni disimula su mirada. Extraña tanto el culo de Pafia que hasta una grotesca copia le resulta agradable. Moja, sacude y vuelve a peinar.

—Listo, amor, ¿te gusta? —le dice.

—En verdad que sabes lo que haces, me quedó estupendo.

—¿Nos pensamos esta noche?

—¡¿Cómo?!

—No me mires así, ya sabes qué… olvídalo, es que estoy medio loca.


Por la noche ella no contesta, sabe que está ahí por los ecos como reminiscencias que lo interrumpen, y por los murmullos ininteligibles y espaciados: calla, por favor, te lo ruego. Él piensa en lo que pasó hoy al mediodía con aquella mujer, piensa en todo lo que han vivido juntos, le llama amor, le llama Pafia.




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