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Simbiosis





Recuerdo un moho verde lagrimando en la pared. Su ramificación fue tan fibrosa que alcanzó una densidad incomparable. Con la punta de grafito 2 de un lápiz lo perforé. Exhaló esporas translucidas que estallaron en el aire esparciendo un fino polvo acatarrado. Día a día el hongo remplazaba la pintura. Su textura pasó de grumosa a lisa y juro que en ocasiones podía sentir su pulso bajo la palma de mi mano; no era un latido, era como una enorme traquea deslizando su alimento. Luego se trasladó a los muebles. Manchas negras. Óxido. Los cristales en las ventanas se cubrieron de lama. Un extraño algodón abrigó mi habitación y nubló su acceso. Transferí mi almohada a un rincón, junto a una sábana que apenas manifestaba los síntomas de la descomposición. Abandoné los sacos, luego las camisas, los pantalones, los calcetines y finalmente dejé la ropa interior; todo era invadido por la putrefacción. La humedad se presentaba en todo recoveco. Mis provisiones orgánicas padecían una pronta necrosis y paulatinamente dejé de comer. Aun así no sentía hambre. Los pisos comenzaron a resquebrajarse y de las grietas brotaron musgos y pastos. Mi piel ha adquirido la típica herrumbre de la casa. Del techo cayeron raíces. Admito haber probado algunas. El sentido común me lo exigía. Nació entre mis pulmones un asma ligera y permanente. Mi problema con la caspa empeoró y un plumón remplazó mi cabello. La gotera en el centro de la sala formó una charca que con sus inmóviles aguas anestesiaron mis pensamientos. En ella crecieron hermosos protozoarios de una pulgada de longitud que se deslizaban con parsimonia.

Una mañana al despertar, me costó más de lo necesario sacar la cabeza de la almohada. Desconcertado observé como en mi cráneo se hundían siete ventosas. Entonces la alcé en mis brazos y quedé perplejo al notar una rara vena gorda y amoratada que la enlazaba por debajo con los tablones que me servían como colchón. La arranqué, la exprimí, y de ella comenzó a escurrir mucosa amarillenta. De cualquier forma tuve que repetir el mismo proceso a la mañana siguiente. Me negué entonces al sueño. Como resultado me puse anémico y hambriento cual termita. No quería abandonar el reposo, equivalía a morir.

Escribo desde esta madriguera orgánica. Todo comenzó como temporal: rescataría muestras y tomaría apuntes, no más. Hay veces que alguien se pierde en la selva y cree haber encontrado un refugio, entonces toca con insistencia la puerta podrida, que se despedaza a cada puñetazo. Debo remplazarla toda vez; nuevas cortezas crecen lejos de la humedad perpetua.

He averiguado cual es mi función en la simbiosis. No me siento culpable. Lo invito a entrar, desconfía pero está desesperado, así que apenas da unos pasos dentro; tienden a contarme su historia; cómo han llegado aquí, las leyendas que se dicen sobre animales señuelo, animales como yo. Se pone nervioso, mi mirada delatora, mi piel policromada, mi cabello como espuma. Tiene prisa en despedirse, tose, al principio parece una reacción fortuita, luego la tos es estruendosa, muy sincera, y se me contagian las ganas de toser y lo hago, tosemos juntos, pero yo ya no sueno a lo que solía, aunque se me salten los ojos como a él, mi tos es un chillido polvoriento que molesta. Él se pone rojo, verde, morado, blanco. Lo arrastro a su habitación, un diminuto almacén con muchos de ellos, y de otros. Ya no se ven, pero están ahí, incorporados.

Debo decirles que hoy pensé en ustedes y no pude sentir ya nada.

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